Lo que ha hecho Estados Unidos en Panamá no tiene nombre. No es un error político, no es un fallo diplomático.
Es una estupidez. Es un desborde de prepotencia que ni siquiera fue bien ejecutado, ya que el propósito principal, la captura de Noriega, se les fue de las manos. Por culpa yanqui, el pintoresco dictadorzuelo panameño, el pícaro traficante de drogas y espionaje, podría adquirir para muchos panameños y centroamericanos aureola de rebeldía heroica. La tontera yanqui, que dejó fracasar semanas atrás la rebelión de los militares panameños, al negarles un helicóptero para extraer a Noriega del lugar donde lo tenían prisionero, ahora, el ingresar a sangre y fuego por las calles de Panamá, ha puesto en riesgo la victoria de Violeta Chamorro en Nicaragua y ha fortalecido la moral de la guerrilla en El Salvador. Lo que ha hecho Estados Unidos en Panamá es echar gasolina al fuego centroamericano. ¡Difícil llegar a tanta tontera!
No hay justificación alguna para que los Estados Unidos se autoconfieran el derecho a intervenir en otros Estados o se sientan en la obligación de ser la policía del mundo. El orden jurídico internacional -que es lo que han violado las tropas norteamericanas en Panamá obliga por igual a todos los países de la tierra y ninguna legislación nacional, por muy respetable y poderosa que sea, puede sobreponerse a él. No hay justificación moral cuando de por medio hay un crimen jurídico. Admitir lo contrario es retomar al primitivismo selvático, a la ley del más fuerte, a la barbarie.
Planteada claramente esta premisa, que condena sin atenuantes la torpe irrupción armada de los Estados Unidos en la liliputiense Panamá, sí podemos pasar a enfocar otros aspectos de este triste episodio, dramático para nosotros los latinoamericanos que, impotentes, debemos presenciar los abusos de Goliat, porque ¿qué otra cosa podríamos hacer si nosotros apenas tenemos la razón y ellos tienen la fuerza?
Por lo pronto, debemos reconocer que los gobiernos latinoamericanos jugaron demasiado con ese "apenas" de razón que no nos falta y no quisieron o fueron incapaces de hallar solución al problema panameño creado por el desvergonzado dictador Noriega. La OEA volvió a probar que es una cuerda de equilibristas inútiles y, sin querer queriendo, en lugar de cancelar el bochornoso espectáculo que ofrecía Noriega resultó respaldándolo, al hacer del tiranuelo -que ni siquiera ostentaba título de jefe de gobierno- un interlocutor válido. Sin querer queriendo, tratando de hacer magia, la OEA jugó a la diplomacia boba y nada resolvió. Todo lo dejó en el limbo. Y ese es el vacío que, torpe, brutalmente, han llenado las armas norteamericanas, llevándose de encuentro, al paso, todos los basamentos de las relaciones interamericanas.
Frente a tan trágicas circunstancias -de las que no son inocentes-, con escasos recursos a la mano, prácticamente inermes, se encuentran hoy los países latinoamericanos. Y dentro de esta realidad es como están obligados a actuar sus gobiernos. Con sobriedad, con sensatez, con serenidad. Y no es seria la reacción teatral de nuestro presidente, quien, desmelenándose, trata de ser el protagonista principal en la tragedia. Bien está la protesta rotunda -a pesar de sus silencios frente a los asesinados en Beijin, en Rumania, en Corea del Norte-, bien la denuncia de esa burla de tratado llamado TIAR y bien la exigencia de que las armas norteamericanas se retiren de Panamá, pero no tiene sentido la retirada de nuestro embajador en Washington, es de pantomima el izamiento en Palacio de la bandera panameña -que en las actuales circunstancias pareciera de adhesión al tiranuelo fugitivo-, y resulta desproporcionado y hasta cómico que el presidente García se rasgue las vestiduras y acuse de Felipillos a sus colegas del continente porque, al parecer, habría habido "consultas" entre Washington y algunas capitales latinoamericanas antes o al tiempo de la invasión a Panamá. Está mal, por inútil, el tono tremendista de sus declaraciones antiyanquis y está muy mal su intención manifiesta de hacer barata política interna con los desgraciados sucesos de Panamá.
El presidente García, en estos días, pareciera personaje de otros tiempos, de otra galaxia. Como niño con juguete nuevo, nos quiere hacer creer, a su regreso de las Galápagos, que sería fecunda la integración de miserias. Sin advertir el tamaño de Japón, se atreve a afirmar que "sólo en la medida de América Latina puede pensarse en una tecnología de avanzada cibernética". Y como si la realidad la estuviera fabricando él, alega que nosotros nos hemos impuesto al FMI obligándolo a obedecer nuestros programas. ¿A dónde nos llevará el presidente García con la desventura panameña? Esperemos que no sea a la guerra con Estados Unidos porque, dentro de la dimensión alaniana, correríamos el riesgo de ganarla. Y después ¿qué?.
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